30.11.11

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Suena el despertador a las siete y cincuenta y cinco minutos. Saco el brazo derecho de mi cálido nido de sábanas más nórdico y alargo el brazo hasta la mesita de noche. Pulso en posponer. La historia se repite cinco minutos más tarde. Y otros cinco más. Son las ocho y diez minutos, esta es la definitiva. Le doy a OFF, lo cual implica dos posibles opciones. Uno, me vuelvo a quedar dormida como si nada y como he apagado la alarma de seguridad ya no despertaré hasta... las doce -qué placer- quién sabe. Al garete las clases al garete el dia. Dos, abro mis párpados con ayuda de mis dedos y para arriba. Elegir opción dos.

Voy a la cocina a prepararme el desayuno. Paso de darle al interruptor, la luz de los fluorescentes es muy dañina y no está hecha para mí a horas tan tempranas -en realidad no me gustan para ninguna hora del dia-. Aunque aún es escasa, puedo ver sin problemas gracias a la luz natural que proviene del lavadero que da a un patio interior, gracias a eso y a que mis pupilas están acomodadas aún a la visión escotópica.

Abro el primer cajón y cojo una cucharilla de postre. Hay cucharillas de diversos modelos, mezcla de varias cuberterias distintas. Si cojo alguna de dos modelos posibles, tendré un buen día. Si cojo alguna de los modelos restantes, mi día será malo. Me esfuerzo por coger una de las buenas.

Con la cucharilla en mano, me preparo un colacao bien frío en mi taza de cerámica de color blanco y azul cielo. Primero un tercio de leche, dos cucharadas de colacao, remover hasta disolver los grumos -pero no del todo pues me gusta que haya unos cuantos por ahí flotando- y verter de nuevo leche en la taza...


1 comentario:

maría dijo...

La opción uno es la más tentadora todos los días. Todos.